No busco nada. No busques nada. Todo es producto de nuestra imaginación.

domingo, 7 de junio de 2009

Trotaletras

(Publicado en El Mundo-El Día de Baleares, sábado 6 de junio de 2009)

Gusanos de seda

MARCOS TORÍO

LA FELICIDAD de unos zapatos nuevos se evaporaba en un par de charcos, de carreras sobre gravilla. Cuando la kriptonita del uso reventaba el poder del superhéroe calzado, permanecía impecable la caja porteada desde la zapatería pese al pragmatismo de mi madre, que luchaba por no añadir otro cajón desastre a la capacidad acumulativa del hijo. A edad muy temprana, interioricé que los pantalones tenían bolsillos para llenarlos de objetos, algo que en casa interpretaban como una moderada diógenes infantil.
Los antecedentes alejaban las cajas de mis pequeñas garras justo en el momento crítico del billete sobre el mostrador. «La necesitaremos para los gusanos de seda», argumentaba con tal de no salir de la tienda sin lo que me pertenecía. Mi madre no oponía resistencia cuando se tocaban los resortes de su propia infancia y yo conocía de sobra que ella también había alimentado bichos en cajas de zapatos.
Al llegar la primavera, el tráfico de gusanos de seda florecía en los colegios igual que crecían la peonza, el yo-yo y las canicas, otros productos de temporada y cosecha variable gracias a su independencia del ciclo de la vida. En términos turísticos, estaban desestacionalizados.
Los hijos de padres totalmente contrarios a la cría casera de insectos se conformaban con germinar un puñado de lentejas sobre algodón mojado. Tenía su gracia como experimento agrícola, técnica de semillero o incluso como mascota vegetal, pero hasta donde yo sabía las legumbres ni comían, ni escupían hilo por la boca, ni se convertían en mariposa que, aunque fea, tenía su punto como objeto volador. En una caja de cartón con la tapa agujereada veías crecer bichos con poderes similares a Spiderman y Superman que se alimentaban con hojas de morera, árbol excéntrico que terminaba la primavera medio caduco.
Los criadores más salvajes retaban la adaptación de la especie incluyendo lechuga en el menú, una perversión gastronómica de resultados similares a una epidemia de colitis. Esos bárbaros merecían un hámster comepipas –por siempre una infecta rata pretendidamente graciosa– o sufrir el tedio de la tortuga diminuta en su oasis de verdina, que sobrevivía con una minigamba disecada al día.
Los gusanos de seda ofrecían espectáculo continuo, acción sin descanso en sus mandíbulas voraces, la sorpresa del tacto frío, patas pegajosas, capullos de diferentes colores y los huevos como fin de fiesta. Por todo eso, no te importaba despellejarte los zapatos nuevos trepando a la morera. Dejabas de ser un superhéroe para que ellos, sin salir de su caja, se convirtieran en los tuyos.

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