El reloj marcó la una. Marta no sabía ni donde estaba. La excitación la tenía en otro mundo. La realidad se había evaporado para ella. Sólo quería dormir y pensar en cómo había llegado a estar ahí, en esa cama y con ese hombre al que desde pequeña miraba con decisión, sensualidad y sin pestañear.
Recordó los paseos por el pueblo, ese lugar al que la llevaban sin pedirle su consentimiento. Normalmente, cuando iba a casa de su tía se cruzaba con él, con Javier ahora, con el mirón entonces. Las calles desnudas de las tardes de verano invitaban a mirarse con atrevimiento, sin pensar en quien venía detrás. Sólo una vez le dijo: "y tú, ¿cómo te llamas?". Sin embargo, Marta no contestó. Su timidez le pudo en ese momento.
De ese acercamiento ya habían pasado diez años. Marta no volvió a viajar más al pueblo. Después de cumplir los 12 años, se negó en rotundo. Sus padres insistían una y otra vez en ir cada fin de semana pero ella pasaba, prefería estar con sus amigas en la ciudad y salir de marcha. No fue hasta los 22 cuando de nuevo pisó esas calles, que recordaba empedradas. El alquitrán había borrado toda piedra y toda sensación de frescor. Los veranos eran ahora más calientes en el duro asfalto.
No regresó por ningún motivo. Sólo quería ver a su familia y contentar a su padre, que ese verano cumplía 50 años y lo iba a celebrar por todo lo alto. Como cuando era pequeña, fue a casa de su tía a visitarla. El sol caía sobre las casas blancas y hacía de las calles un desierto sofocante. Miraba el suelo pero sintió como unos pasos se acercaban en dirección contraria. Levantó la mirada y era él. Ahí estaba, más alto, más moreno y, sobre todo, más guapo. Ahí estaba y, como siempre, no le retiró la mirada ni un momento. Tal y como pasó la última vez, volvió a dirigirse a ella: "Y tú, ¿cómo te llamas?". Esta vez, sí contestó: "Marta". Sin bajar su mirada, él le dijo: "Te espero esta noche. Estaré en el bar Jaichiri". Marta no se lo podía creer. Habían pasado diez años, muchos chicos y él seguía ahí, en el pueblo y mirándola.
Estaba decidida. Cuando refrescó y cenó con su familia, se dispuso a salir con sus primas. Todas le hablaron del bar Jaichiri. Era la última moda en el pueblo: salir y tomar unas copas en ese pub. Por lo visto, estaba bien y ponían buena música. Nada más entrar, Marta lo vio y se fue directa para él: "Ahora te toca a ti. Dime tu nombre". "Javier", respondió. Ese intercambio de frases fue el comienzo de dos horas dedicadas a la bebida y a las miradas. Los dos no pararon de tomar copas y tontear. Marta llevaba un escote muy grande y Javier ni le quitaba la vista de encima. Ella se daba cuenta y jugó con eso. Se movía engañosamente, sabiendo que él se moría por morder su piel.
Sumaban tres copas cuando Javier invitó a Marta a ir a otro bar. "Está al lado", aseguró. Ella se despidió de sus primas y le dijo que salieran del bar. "Por fin... Estaba ya cansada de tanta gente. Prefiero más intimidad", dijo Marta al tiempo que Javier la cogía por la cintura y la apretaba contra él. Fue entonces cuando ella pudo sentir su erección. Sin dudarlo, le besó con ímpetus y sabiendo que su lengua llegaría al cielo. Los dos avanzaron por la calle mientras no paraban de besarse. "Vamos a mi casa", dijo Javier. "Vale", contestó Marta. Se montaron en el coche. De camino a la casa, Javier introdujo sus manos entre los muslos de Marta y ella se dejo hacer. Sólo abrió las piernas. Cuando llegaron a casa de Javier, ella estaba muy excitada. Quería tenerlo dentro, sentir su verga en su coño... No tardó mucho. En medio minuto, ambos estaban desnudos. Javier recorrió con su lengua el cuerpo de Marta y se paró ahí. Después de chuparle y provocarle el primer orgasmo, introdujo su polla sin miramientos. Marta no paraba de gemir. Eso a él le gustaba. Sus múltiples embestidas lo atestiguaban. Múltiples asaltos que terminaron en un orgasmo para ambos. Sólo querían dormir. Marta miró el reloj que estaba en la mesita de noche: marcaba la una.
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