No busco nada. No busques nada. Todo es producto de nuestra imaginación.

viernes, 21 de octubre de 2011

Trotacomunión

PUBLICADO POR EL MUNDO-EL DÍA DE BALEARES EL 20-10-2011

PRIMERA COMUNIÓN 



POR MARCOS TORÍO


NINGÚN NIÑO está guapo el día de su primera comunión. Si la euforia y el orgullo familiar del momento no permite percibirlo, el cruel paso del tiempo se encargará de ajusticiar la inmortalización fotográfica, cuando las modas de enmarcado o las del propio retrato se ocupen de convertirlo en una reliquia kitsch. 

Recuerdo el día de mi primera comunión con total indiferencia, participando de un circo modesto que no terminaba de entender. Por botín, una máquina de escribir cortesía de mi tía Carolina y un anillo de oro, de esos que hacen parecer obispos a los niños y que no llegué a colocar en mi dedo. El resto, supongo, serían aportaciones económicas, convenientemente empleadas en sufragar el convite. Me libré al menos de celebrarla en un restaurante donde, como detalle de la casa, te pincharan Su primera comunión de Juanito Valderrama. La deferencia vale hoy más que un spectrum de la época. Amén. 

La memoria sí me devuelve a mi abuelo Pablo deshecho en lágrimas al oír a su nieto leer una carta a los corintios durante la ceremonia. Único recuerdo de impacto. Sorprendente porque nuestra relación estaba marcada por tiras y aflojas y la lucha del control del televisor. Él quería deportes y yo, dibujos animados. Si perdía, me acercaba sigiloso durante las siestas de verano y le subía el volumen del sonotone hasta despertarlo violentamente con el pitido. Ahora sé que lloraba de orgullo. 

Por fortuna, no hubo dispendio en un terrorífico álbum, pero sí me llevaron al estudio fotográfico. El retratista me sentó en un taburete y me proveyó del atrezzo eucarístico: un misal y un rosario. Miré los objetos extrañado y le dije que no me gustaba la propuesta. Vi un trozo de barandilla entre las telas que servían de fondo y la pedí para mi decorado. El fotógrafo no hizo mucho por persuadirme, mi madre accedió sin problemas y allí estaba yo, acodado y posando peinado como El Puma, con aires de telenovela venezolana. Versión infantil. Contribuyendo sin saberlo a la horterada que enmarcaría un rectángulo dorado. 
Hacía muchos años que no sabía nada de esa foto, casi tantos como los que llevaban las comuniones fuera de mi vida. Tendemos a pensar que aquello de lo que nunca volvimos a tener noticia ha desaparecido de la faz de la tierra. Egocentrismo selectivo. 

Con el otoño y los hijos de mis amigos estirando, los padres de familia me cuentan que han añadido una nueva actividad extraescolar a sus atareadas tardes. Catequesis. Y me cuentan que los niños en cuestión asisten a clases de ética en el colegio, elección mayoritaria, y que los dos o tres que cursan religión son considerados frikis. Ahí me pierdo. 

La masa marca que un gran número de los estudiantes de ética va a celebrar su primera comunión. Claro, no vas a marginar al crío si sus amigos van a poder disfrutar del protagonismo y la montaña de regalos, hoy cachivaches electrónicos de todo tipo. Un absurdo. Descubro entonces que las modas imponen celebraciones en parques infantiles, donde la asistencia de adultos está, muchas veces, restringida. Me seduce la idea. Por pura conveniencia. Propongo que se extienda a las bodas. Pero no puedo dejar de pensar en la inercia social que vacía los ritos de contenido. Respeto a quien educa en la fe y con absoluta coherencia decide dotar de significado el sacramento eucarístico. Lo otro suena a trámite. Como exparticipante de la hipocresía, acudo a mi madre y le pregunto por qué comulgamos. «No lo sé, tampoco le encuentro sentido. Hoy no la haríais ninguno de los tres», me dijo incluyendo a mis hermanos. Me intereso por el anillo –quiero estrenarme en la venta de oro– y me revela que aquello era poco más que latón y se rompió casi al guardarlo. En el trastero, entre libros y una caja de herramientas, descubro arrumbado el retrato de El Puma jr. Mi abuello lloraría. De risa. 

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