No busco nada. No busques nada. Todo es producto de nuestra imaginación.

martes, 1 de septiembre de 2009

Trotahermanos

Dólares y aceitunas (Publicada en El Mundo - El Día de Baleares)

MARCOS TORÍO

Mi madre llevaba al recién nacido en brazos y al crío de cuatro años de la mano. La chica del mostrador preguntó el nombre del bebé: Pablo Torío. Con la sorpresa en la cara, me quedé rumiando la usurpación de apellido, el fin del reinado de Marcos I El Primogénito a manos de aquel enano envuelto en la toquilla, que destacaría a corta edad por su destreza para desplumar colas de canarios vivos o poner a prueba las prestaciones del bombo de la lavadora como refugio infantil. Lidia completó la terna, sin más opciones que crecer en un mundo de hermanos varones a los que envidiaba poder mear de pie, una ventaja indiscutible al margen de berrinches feministas.
Veranear en Mallorca era un lujo rutinario para turistas o locales con posibles. En mi casa –exenta de ambos grupos–, el calor marcaba el encierro con dos pequeños de idéntico apellido en cuanto los cabezas de familia abandonaban el nido en busca del pan para sus polluelos. Mis hermanos rivalizaban por ser el último en besar a las águilas imperiales antes de que cerraran la puerta, el último en recibir la despedida cuando arrancaba el coche y, justo después, el primero en hacerse con el mando de la tele, poco menos que la piedra filosofal, el poder del entretenimiento.
El vídeo, sometido a un estrés de manos nerviosas, escupía intermitentemente las cintas de Flash Gordon y Aventuras en la gran ciudad, los títulos favoritos de cada uno. Mi escasa autoridad alcanzaba a mandarlos a sus habitaciones para poder sudar las tardes de agosto en paz. En pocos minutos se reunían de puntillas, firmaban el armisticio a mis espaldas y prometían silencioso propósito de enmienda ondeando juntos una toalla blanca en la puerta del comedor. Preferían claudicar momentáneamente a pasar la tarde como hijos únicos en sus calabozos. Era más llevadero y divertido pelearse que estar tumbado en la cama, rodeado de muñecos inertes.
Consensuábamos una película y, a la que un actor mencionaba una cantidad en dólares, Lidia me obligaba a traducírsela a pesetas. Siempre creí que trabajaría en una oficina de cambio de moneda. Pablo me ponía a prueba ofreciéndome cantidades imaginarias repletas de ceros por las que aceptaría comer una aceituna, la fobia compartida con su canguro. «Ni por el infinito de millones como tú dices. A ti te dan el mismo asco».
Hoy me preguntan por qué escribo siempre de «chorizos con corbata» y nunca de ellos. Qué más les dará si no me leen y, además, a quién le importa que nos una el mismo humor negro, el desprecio al queso o que me alegre de compartir una corona de tres picos.

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